1. EL VALLE
La sombra no existe; lo que tú llamas sombra es la luz que no ves.
Henri Barbusse
Escribir sobre la luz, como sobre el agua, precisa de una anécdota legendaria, ya sea real o ficticia, pues esto no importa cuando lo que se trata de explicar es un elemento que determina el mundo según sus leyes, que emite pero también refleja. La leyenda comienza en la Grecia clásica, el origen de todo, y el protagonista es el hombre que dijo era capaz de mover el mundo con una palanca lo suficientemente larga y un punto de apoyo: Arquímedes de Siracusa. El matemático, físico, ingeniero, astrónomo e inventor, según cuenta el historiador Luciano de Samosata, repelió durante el Sitio de Siracusa (213-211 a. C.) un ataque de la Flota romana con un espejo ustorio. Un artefacto cóncavo que, ubicado frente al sol, refleja sus rayos y los reúne en un foco de luz y calor capaz de incendiar los barcos enemigos.
Los antiguos, como Arquímedes, no tenían los instrumentos para estudiar con rigor la naturaleza de la luz y basaban su conocimiento en especulaciones. Parece que durante estos años lo que realmente intrigaba a los griegos era la naturaleza de la vista. Algunos sostenían que la fuente luminosa eran los ojos, otros defendían que se originaba en los objetos. Pasaron varios siglos hasta que el tema de la naturaleza fundamental de la luz se trató de forma más científica. Entre los siglos XVI y XVII se generalizó el empleo de lentes y espejos y se desarrolló la Óptica y sus leyes de la reflexión y la refracción. Estos avances resultarían decisivos para las conquistas del conocimiento de Kepler y Galileo. Sin embargo, estos descubrimientos no aportaron gran cosa sobre la naturaleza fundamental de la luz.
En realidad, fue Isaac Newton (1642-1726), siglos más tarde, el primero que estudió con rigor la naturaleza de la luz. Sugirió que estaba formada por partículas materiales que se propagaban en línea recta desde un cuerpo luminoso (emisor) hasta el receptor (ojo) en forma de diminutos corpúsculos a más velocidad en los medios más densos (como el sonido). Newton consiguió explicar el comportamiento de la luz en la reflexión y en la refracción suponiendo que aquélla consistía en una corriente de partículas. La reflexión luminosa la identificó con un rebote de partículas elásticas contra una pared rígida. Para demostrar el matrimonio entre su teoría y la refracción tuvo más problemas, pero la justificó asegurando que cerca de la superficie de separación de dos medios transparentes distintos, los corpúsculos de luz se encuentran con fuerzas atractivas que provocan un cambio de dirección y de velocidad en la luz.
Casi de modo contemporáneo, el holandés Christian Huygens (1629-1695) rivalizó con el modelo corpuscular y propuso la teoría ondulatoria de la luz, en la que sostenía que la luz viajaba más despacio en medios más densos. Para la propagación de las ondas se precisa de un soporte, que en aquella época Huygens identificó con el éter, el medio sutil y elástico que, entonces se pensaba, llenaba el vacío. El holandés consideró que todo objeto luminoso produce perturbaciones en el éter (del mismo modo que una piedra en un estanque) en forma de ondulaciones regulares, las cuales se propagan en todas las direcciones espaciales como ondas esféricas. Mediante este modelo se podía explicar tanto la propagación rectilínea de la luz como los fenómenos de la reflexión y la refracción, que ya eran comunes al resto de fenómenos ondulatorios conocidos en la época. Sin embargo, pese a ser una propuesta menos artificiosa que la desarrollada por Newton, pasó desapercibida en parte como consecuencia del enorme peso científico e influencia del inglés, cuya teoría corpuscular predominó durante el siglo XVIII.
No obstante, incluso el propio Newton no se mostró del todo convencido sobre ciertos puntos de su modelo de la luz como corpúsculos. En su Óptica menciona que la explicación de la naturaleza de la luz como partículas submicroscópicas era un modelo de explicación acorde con las evidencias disponibles en la época, pero nada demostrado. Además, el italiano Francesco Maria Grimaldi (1618-1663) observó que la luz no siempre lleva una trayectoria rectilínea, de vez en cuando los rayos de luz se doblan en torno a un obstáculo, provocando el fenómeno que se conoce como difracción. Parece ser que esta grieta del modelo corpuscular pasó desapercibida, quizá porque Grimaldi era un físico bastante desconocido. Sea como fuere, el modelo de Newton se impuso hasta la aparición de nuestro siguiente protagonista.
En 1801, Thomas Young (1773-1829) apostó en su trabajo Esbozos de experimentos e investigaciones respecto de la luz y el sonido por la teoría ondulatoria de la luz. Recogió los conceptos fundamentales de Huygens y, empleando como analogía el comportamiento de las ondas en la superficie del agua, les sumó un principio fundamental: la interferencia luminosa. Este fenómeno, que resultó difícil de explicar a la luz del modelo corpuscular, se basaba en la idea de que los pulsos luminosos tenían una periodicidad, ausente en el modelo de Huygens. “Si dos partes de una misma luz llegan al ojo por caminos diferentes, en direcciones muy próximas entre sí, la intensidad es máxima (las intensidades se suman) si la diferencia en los caminos recorridos es múltiplo de una cierta longitud, y mínima si el valor es de la mitad de ésta; dicha longitud sería diferente para la luz de distintos colores”, establecen Carlos Solís y Manuel Sellés en su Historia de la Ciencia.
Young elaboró un experimento, conocido como el de las “dos rendijas”, en el que muestra que cuando dos ondas procedentes de una misma fuente se superponen en una pantalla (tras atravesar dos orificios), aparecen alternativamente sobre ella franjas iluminadas y oscuras (patrones de interferencia). Esto se debe a que en ellas la cresta de una onda coincide con el valle de la otra, por lo que se destruyen mutuamente. Si la luz fuera un chorro de partículas como proponía el modelo corpuscular, al atravesar una pared en la que se han hecho dos rendijas, la luz debería seguir su camino por la zona situada inmediatamente detrás de cada orificio. En consecuencia, sobre la pantalla deberían observarse dos partes iluminadas acorde a las rendijas u orificios atravesados por la luz.
En cambio, si la luz fuera una onda y el tamaño de los orificios fuera igual o inferior a la longitud de onda, se debería producir el fenómeno de la difracción en cada rendija. Es decir, cuando las ondas alcanzan una abertura (u obstáculo) la difracción se manifiesta en ciertas perturbaciones que registra la propagación de la onda, ya sea rodeando el obstáculo o divergiendo a su paso por la abertura. De esta forma, y continuando con el experimento de las dos rendijas, una vez la luz cruza la cartulina con los dos orificios, se superpondrían dos ondas secundarias, una procedente de cada rendija. Esta superposición produciría interferencias, cuyo resultado visible sería la aparición en la pantalla de franjas iluminadas y oscuras alternativas, situándose la zona de máxima iluminación frente al punto medio entre las dos rendijas.
En otras palabras, cuando Young realizó el experimento en la reunión de la Royal Society de Londres, diseñó un mecanismo (observar dibujo) en el que la luz atraviesa primero una cartulina con una rendija y, posteriormente, otra cartulina con dos orificios más, muy cercanos entre sí y paralelos. Asimismo, empleó luz filtrada de un arco de mercurio para que la luz fuera lo más monocromática posible. Como ya se ha comentado, tras realizar la prueba, Young observó una serie de áreas iluminadas y oscuras y, además, se percató de que un punto en la pantalla se iluminaba cuando una de las aberturas era tapada, mientras que si ambas rendijas estaban al descubierto este mismo punto se convertía en una zona oscura. Para simplificar, la adición de la luz a la luz en determinados casos da como resultado luz y, en otros, oscuridad. Con el modelo corpuscular de la luz era imposible explicar este fenómeno, pues las intensidades individuales se sumarían y siempre habría luz. El modelo de Newton tampoco fue capaz de justificar los fenómenos de difracción cuando la luz bordea obstáculos, tal y como demuestra la existencia de una zona intermedia de penumbra entre las zonas extremas de luz y sombra.
A mitad del siglo XIX, la teoría de ondas ya había ganado la carrera al modelo corpuscular. Sin embargo, tenía un problema muy molesto. Como ya comentábamos previamente, las ondas precisan de un soporte para su propagación. Hasta entonces, se adoptó el éter como medio físico, pero la idea de un elemento invisible que todo lo llenaba se disolvió a medida que la Ciencia avanzaba. Para los científicos de la época resultaba bastante difícil concebir que la luz pudiera viajar a través del vacío. Fue Albert A. Michelson (1852-1931) el primero en zarandear las bases en las que se sustentaba la idea del éter. Para ello, inventó un instrumento capaz de dividir un rayo de luz en dos (el interferómetro) y comprobar si cada rayo viajaba a la misma velocidad durante la división o si, de lo contrario, se desplazaban a velocidades distintas. ¿Cómo hacerlo? Al reunirse los dos rayos divididos mostrarían zonas iluminadas y oscuras, es decir, el patrón de interferencia de Young. Así, junto con Edward Morley (1838-1923), Michelson usó este aparato para constatar la presencia del éter.
“Su razonamiento era bastante simple: si la Tierra se desplaza por el éter, entonces debe ejercer alguna clase de efecto detectable. Debería haber un ‘viento de éter’ que sopla a través de la superficie de la Tierra. Tal vez demasiado tenue para ser medido por los detectores comunes, pero las ondas de luz debían ser sensibles al viento de éter. Un rayo de luz se enviaría en la dirección del movimiento orbital de la Tierra a través del espacio. El otro se dirigiría en una dirección perpendicular a la primera. Si el éter existía, debía oponer más resistencia al rayo que brillaba a través del viento de éter que al que brillaba en esa misma dirección. La más leve resistencia se mostraría en los bordes de un patrón de interferencia en el detector del interferómetro”, explica Ben Bova en Historia de la Luz. Y añade: “No se vio ningún patrón de interferencia. Sin importar en qué dirección se ponía el interferómetro, los dos rayos de luz viajaban a exactamente la misma velocidad. No había viento de éter. El luminífero éter no existía”.
2. LA CRESTA
Hay dos maneras de difundir la luz…ser la lámpara que la emite, o el espejo que la refleja.
Lin Yutang
Aunque el éter no desapareció de la mente de los científicos de la noche a la mañana, las conclusiones del experimento desarrollado por Morley-Michelson parecían un nuevo callejón sin salida para la física. Si el éter no existe y las ondas no pueden desplazarse sin un medio ¿Qué es la luz? El desatascador en este caso fue el gran físico matemático James Clerk Maxwell (1831-1879), que logró desvelar qué eran las ondas luminosas. El escocés unificó la electricidad y el magnetismo, y demostró que eran una sola fuerza. La fuerza electromagnética se desplaza como una onda y se compone de un campo eléctrico y otro magnético, que vibran uno con otro en ángulos rectos. Estos campos podían propagarse tanto por el espacio vacío como por el interior de algunas sustancias materiales. Al calcular la velocidad a la que se mueve una onda electromagnética en el vacío, Maxwell descubrió una cifra que prácticamente coincidía con la velocidad de la luz (300.000 kilómetros por segundo). De esta forma, el físico identificó, de manera precipitada, las ondas luminosas con sus ondas electromágnéticas. Así lo acuñó en su día: “elaboré las ecuaciones en el campo antes de que tuviera alguna sospecha de la cercanía entre los dos valores de la velocidad de propagación de los efectos magnéticos y de la luz, de modo que pienso que los medios magnético y lumínico son idénticos…”
De modo que si las ondas electromágneticas pueden propagarse en el espacio vacío, la luz también puede hacerlo. La comprobación experimental de las suposiciones de Maxwell vino, en 1888, de la mano del alemán Heinrich Hertz (1857-1894). En su experimento, utilizó un transformador que conectó a dos varillas de cobre, en cuyos extremos colocó una bola grande y otra pequeña. Cada una de las esferas mayores era una especie de condensador para almacenar la carga eléctrica. Así, al conectar el mecanismo, el voltaje entre las bolas pequeñas era lo suficientemente poderoso como para producir una chispa eléctrica entre ellas, de forma que provocaría un campo eléctrico variable en una zona próxima a estas esferas, lo que induciría un campo magnético, también variable. Por tanto, debería producirse una onda electromagnética. Este aparato sería un radiador de ondas electromagnéticas.
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
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Después, construyó un detector de ondas electromagnéticas. Revistió su laboratorio de un anillo de alambre interrumpido por un hueco con dos esferas del igual tamaño que la separación entre las dos bolas pequeñas del radiador. Cuando conectó la corriente eléctrica, provocó una chispa entre las bolas e, inmediatamente, otra chispa destelló en el anillo de alambre. Es decir, las ondas electromagnéticas se propagaron por todo el laboratorio. De esta forma, Hertz demostró que las ondas electromagnéticas invisibles pueden viajar desde un transmisor (radiador) a un receptor (detector) sin conexión alguna, es decir, sin soporte. Estas ondas, que en ese momento se conocían como ondas hertzianas, hoy son los que llamamos ondas de radio y se diferencian con las luminosas por su longitud de onda. Tras el experimento de Hertz, los investigadores se volcaron en la búsqueda de otras ondas electromagnéticas con longitudes de onda diferentes a las de la luz (como los rayos X, descubiertos por Roentgen). Hertz también hizo otro experimento fundamental, aunque nunca llegó a apreciar la importancia de haber descubierto el fenómeno fotoeléctrico que más tarde explicaremos.
Con todos estos descubrimientos, los albores del siglo XX contemplaron como la teoría de la naturaleza ondulatoria de la luz se establecía y parecía definitiva. Sin embargo, algunos experimentos posteriores dejarán en entredicho el modelo ondulatorio para describir plenamente el comportamiento de la luz. En aquella, época quizá pasó desapercibido todo esto, pero hoy podemos decir que las bases teóricas de Maxwell fueron el inicio de una nueva revolución en la física. Sin olvidar lo que sus observaciones supusieron para nuestra civilización contemporánea, caracterizada por las telecomunicaciones.
Max Planck (1858-1947), al estudiar los fenómenos de emisión y absorción de radiación electromagnética por parte de la materia, advirtió que los intercambios de energía entre materia y radiación no se llevan a cabo de forma continua, sino discreta, es decir como paquetes separados, que él denominó cuantos. Con esto, parecía que Planck volvía a resucitar los fantasmas de la teoría corpuscular. “Pero la física había progresado y llegado a una nueva sofisticación. Los cuantos de Planck no eran como las antiguas balas microscópicas de Newton. Los cuantos se pueden comportar como partículas, bastante cierto, pero también se pueden comportar como ondas”, resuelve Ben Bova.
Albert Einstein (1879-1955) ahondó en esta cuestión en 1905, su gran año. Para ello, sintetizó en un ensayo, que a la postre le valió el Premio Nobel, el experimento de Hertz sobre el efecto fotoeléctrico y la teoría de los cuanto de Planck. El efecto fotoeléctrico muestra que la energía electromagnética con una longitud de onda adecuada puede excitar los electrones que orbitan alrededor de un átomo provocando la fuga (de los más exteriores) del átomo (lo que puede provocar corriente eléctrica). Para que esto suceda, la energía no puede ser un flujo continuo, sino pequeños paquetes: los cuantos de Planck.
El trabajo de Einstein predecía que la energía con la que los electrones escapaban del átomo aumentaba linealmente con la frecuencia de la luz incidente. La conclusión de Einstein fue que que los electrones eran despedidos fuera del material por la incidencia de los cuantos de luz (más tarde conocidos como fotones). Cada fotón individual acarreaba una cantidad de energía E, que se encontraba relacionada con la frecuencia v de la luz, mediante la ecuación E=hv, donde h es la constante de Planck (la relación entre la cantidad de energía y de frecuencia asociadas a un cuanto). Es decir, sólo los fotones con una frecuencia alta podían provocar la corriente de electrones.
La interpretación efectuada por Einstein del efecto fotoeléctrico fue indiscutible, pero también lo fue la teoría de Maxwell sobre las ondas electromagnéticas. Ciertos comportamientos de la luz, como la interferencia y la difracción, pueden ser descritos sólo mediante la teoría ondulatoria, mientras que el fenómeno fotoeléctrico y otros fenómenos que fueron saliendo a la luz sólo podrían hilvanarse con el modelo corpuscular. Una vez las controversias fueron abandonadas por los científicos se pudo admitir que ambos modelos eran complementarios. El aspecto ondulatorio se pone de manifiesto a bajas frecuencias o grandes longitudes de onda, en tanto que el aspecto corpuscular se presenta a frecuencias elevadas o pequeñas longitudes de onda. A esta propiedad de la luz se la conoce como dualidad onda-fotón o corpúsculo.
Lo que hizo Arquímedes contra la Flota romana durante las Guerras Púnicas, aunque probablemente sólo sea una leyenda, se puede emplear como metáfora que signifique la multitud de artilugios y descubrimientos que ha aportado a nuestra civilización el conocimiento del comportamiento luminoso. Lentes y espejos, microscopios y telescopios, la fotografía y el cine, el láser, o los paneles fotovoltaicos…y la enumeración podría continuar cientos de páginas. De alguna forma, el progreso tecnológico humano ha seguido un camino paralelo a las evoluciones que siglo tras siglo surgían sobre la naturaleza y el comportamiento luminoso. La luz está tan presente en el mundo natural y en el mundo artificial que parece que todo dependa de ella. El escritor del Génesis bien lo intuyó y cuando narró la confección del mundo fue ésta su primera creación. ¡Hágase la luz!
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